Creencias

Misa en La Loma

Primera Iglesia Bautista de La Loma


Por Larissa Hernández

“El domingo es el ‘día del Señor’ por ser el día en que resucitó Jesucristo”. Por eso hoy iremos a la Primera Iglesia Bautista de La Loma. Desde la ventana de mi habitación, veo a Miss Lee cerrar su bodega con un vestido crema de encajes y un pañuelo blanco en la cabeza. La conocimos dos días antes, apenas llegamos a la isla para asistir al Primer Simposio de Historia del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Este encuentro, titulado “Pasado, presente y futuro de las islas”, agrupa una serie de charlas dictadas en la Sede Caribe de la Universidad Nacional de Colombia a las que asistiremos como estudiantes de la Javeriana durante una semana. Las empanadas de camarón que vende Miss Lee en su negocio, con un moderado sabor picante, me parecieron deliciosas y le pedí que me explicara cómo las preparaba. Juego en estos días a ser una cronista con espíritu explorador y visión apasionada.

Al ver a esta señora salir tan elegante, lamentamos no tener unos mejores vestidos en nuestras pequeñas maletas de estudiantes. Caselita, la dueña de la casa frente a la universidad donde estamos hospedadas, nos tranquiliza al aprobar los vestidos estampados que Inés y yo llevamos puestos. Llueve a cántaros por lo que llamamos a un taxi. En un Ford LTD de los años setenta, Caselita, su esposo, Inés y yo, ascendemos hacia el lugar más elevado de la isla. Desde lejos se ve la iglesia de madera con el techo a dos aguas y un puntiagudo campanario. Recuerdo la serie de televisión “La pequeña casa de la pradera”. El taxista nos cuenta que fue construida en Alabama, Estados Unidos, y traída desarmada a finales del siglo XIX.

Bajamos del carro apresuradas, buscando guarecernos de la lluvia. Un hombre nos bloquea el paso a Inés y a mí. Nos identificamos como invitadas de Marcia Dittmann. ¡Abracadabra!, podemos entrar. Ella es conocida por sus investigaciones en etnolingüística y proyectos culturales y educativos para organizaciones comunitarias isleñas. En una de sus clases en la Maestría de Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, las imágenes de playas azules, arenas blancas y sol radiante, en un salón helado, propiciaron este viaje. Aquello era un paraíso. Un congreso era la excusa perfecta para una estudiante extranjera, recién llegada a Bogotá: “Yo tengo que conocer San Andrés”. Conmigo arrastré a Inés, otra alumna de Marcia.

No cabe un alma más en la iglesia. Un señor de mediana edad, con unos guantes blancos que llamaron nuestra atención, nos recibe y lanza la típica advertencia para turistas: “No fotos, no fotos”. Nos acomoda en la última fila, junto a una señora muy arreglada. Esto parece una boda. Todas las mujeres visten de colores claros y están adornadas con muchas joyas. Demasiadas. Aretes, cadenas, brazaletes, anillos. Oro, mucho oro. A pesar del calor, los trajes son bastante cerrados y no hay vestidos sin mangas, ni escotes atrevidos, ni faldas cortas. También vemos montones de sombreros. Otras, en lugar de sombrero, llevan moños. ¡Cuánta laca! ¿Será esa una peluca? Las más jóvenes están peinadas con trenzas adornadas con cuentas de colores. Los hombres también van de tonos pasteles y pantalones oscuros. Sorprende que todas las camisas están muy bien planchadas, sin dobleces y con los cuellos perfectos. ¿Usarán almidón? Hace demasiado calor.

Nuestra compañera de asiento nos da caramelos. Otros comparten galletas. Caselita, está allá adelante comiendo papitas de una bolsa que sacó de su cartera. Será que debí traer algo de comer. ¿Y esto cuándo va a empezar? A lo lejos la identifico, es Miss Lee. Lo que reparte son los Journey cakes o Jon-ny-cakes, panes a base de coco típicos del día de congregación. Pruebo uno y descubro que, por su miga compacta, es muy parecido a la acema de coco de Venezuela.

No vemos imágenes religiosas porque los bautistas no creen en ofrecer sus oraciones a los santos o a María. En su lugar hay retratos de todos los pastores anteriores. Todo el blanco del interior de la iglesia está bañado por la luz colorida de los vitrales. Siguen llegando los feligreses y los acomodadores buscan lugares para sentarlos. Los hombres ceden sus puestos a las mujeres y permanecen de pie o sentados en las escaleras que suben al balcón del coro. No cabe ni una persona más, pero sigue entrando gente. En uno de los grupos vemos llegar a Marcia. Nos identifica de inmediato. Es evidente que nosotras no pertenecemos a esa comunidad. Los demás son todos raizales, de pieles muy oscuras. Nadie disimula su curiosidad. Nos miran y miran. Algunos nos sonríen y correspondemos a su gesto con un leve cabeceo.

A pesar de los ventiladores, hace tanto calor adentro como afuera. Las mujeres agitan sus abanicos y los hombres se secan el sudor con sus pañuelos. Los lentes se me empañan y la mezcla de perfumes me provoca un profundo sopor. Cuando creo estar a punto de desmayarme, el Pastor sube al púlpito y comienza a  hablar. Es un joven alto, flaco y risueño. Viste también camisa salmón con pantalón y corbata negros. No entiendo ni una palabra de lo que dice, pero su animada voz me saca del sopor. Creímos que el sermón sería en inglés y nos sorprendemos al escuchar el creole, el lenguaje nativo propio de la etnia raizal. Ya sabíamos, por Marcia, que se había generado en la época en la que el Caribe occidental era colonia británica y se buscaron esclavos para trabajar los cultivos. Su reconocimiento ancestral ha sido el producto de una gran lucha, en la cual Marcia, desde la academia, ha jugado un destacado papel.

La intervención del pastor es muy corta. Suena en el órgano un ligero preludio y entra un coro de niños pequeños. Todos cantan y aplauden. Ese coro fue seguido por otro, y después por otro. Cada vez sus integrantes son mayores: “¡Eso es reggae!”. Los presentes, brazos en alto, bailan, entregados por completo. Nosotras también bailamos. Hay alegría y risa festiva. Cuatro chicos entonan un himno que en su letra dice: “This is the way we pray the Lord” (Esta es la forma en la que oramos al Señor) y las lágrimas comienzan a brotar en todos los fieles. Lloro también contagiada de la emoción.

Los cantos y bailes se van animando más y más. Un adolescente ágil, desenvuelto y alegre lee la Biblia y en las bancas los demás lo siguen en biblias grandes, pequeñas, nuevas y viejas. El joven habla y habla. Sus palabras desatan carcajadas. Repite children (niños) muchas veces.

El pastor vuelve al púlpito y pide a los niños que se acerquen. Se van reuniendo en pequeños grupos y se abrazan a un adulto que reza. Se reanudan la música y el regocijo. Ya afuera, Marcia nos explica que este fue un servicio dominical especial. Fue largo. Dos horas. Y estaba dedicado a los niños. Nunca como ahora, la violencia intrafamiliar había sido motivo de preocupación dentro de la comunidad. Nos cuenta con pena, que durante los últimos años en San Andrés se han multiplicado los casos de agresión contra los menores por parte de sus padres. Su gravedad ha dejado innumerables víctimas. Por eso el sermón no fue pronunciado por el pastor regular en inglés, sino por un joven que habló en creole sobre la crianza de los hijos.

De regreso al hostal, Caselita nos recibe con un Rundown, un plato típico de las Islas para días especiales. Es un sabor nuevo, riquísimo. Y sensual. Después de aquel banquete, sentadas en el balcón, Inés y yo hablamos exaltadas de todo lo que esa visita a la iglesia nos reveló sobre los habitantes de San Andrés. De carácter alegre y hospitalario. Amantes de la música y el baile. Hombres educados y viriles. Mujeres graciosas y elegantes. Creyentes y bondadosos. Apacibles, como su mar. También violentos, como sus huracanes.

San Andrés, octubre 2011.